martes, 30 de noviembre de 2010

Día XLII

Son las cuatro y media de la tarde de este martes treinta de noviembre con el que se pone punto y final a este mes, cuando comienzo a escribir el Blog. Mañana comenzaremos diciembre, un mes muy significativo por muchos aspectos.

La primera noche en casa ha sido sin duda muy buena. Habré dormido casi ocho horas sin despertar muchas veces. Después del partido de fútbol entre catalanes y madrileños, y que como gran parte de los espectadores de este país, no dejamos de ver, nos fuimos a dormir pero tuve tiempo aún de leer unos cuantos capítulos del libro que tengo entre manos. Quería disfrutar además cuanto más tiempo mejor de aquellos minutos de regreso a mi cama, donde por unas cuestiones u otras, no había vuelto a dormir desde mediados del mes de octubre.

Antes, una cena basada en arroz blanco y algo de merluza hervida. Al mediodía el plato principal había sido también arroz, en este caso con un poco de pechuga de pollo. Es lo que he repetido este mediodía y lo que toca durante los próximos días hasta que de forma definitiva se solucionen mis problemas estomacales, que dicho sea de paso, aun no veo toda la mejoría que quisiera. Parece que sí, pero al mismo tiempo parece que no. Y es que si algo empiezo a tener claro es que cualquier afección, por mínima que pueda ser, en mi caso requiere siempre de un tiempo mayor para su recuperación. El cuerpo está como está, y cualquier nimiedad a veces le supone un escollo que de otro modo ni sería digno de consideración.

La dermatitis tampoco acaba de ceder. Esta mañana a eso de las siete me desperté que no aguantaba de picores. Me levanté a echarme la pomada que me habían recetado y eso sirvió para aliviarme en parte y para que pudiera dormir hasta cerca de las nueve. Esta noche tomaré de nuevo el antihistamínico oral para ver si al menos no va a más.

Ahora sin embargo, tal vez lo que más me preocupe sea el dolor que ha empezado también esta mañana en mi brazo izquierdo, concretamente en uno de los puntos donde me colocaron una de las tres vías que me tomaron durante mi estancia en el hospital. Noto la zona algo inflamada, además de dolorida, y no me extrañaría que tuviera una ligera infección por cómo se ve la cabecita de la herida. Estoy limpiándola con algo de betadine y a ver si no me da mucha guerra. De todas formas la médico, quien me ha llamado a casa este mediodía para ver qué tal me iba, al comentarle el tema, me ha dicho que como siempre mientras no haya fiebre podemos estar tranquilos. En caso contrario debería inmediatamente acudir al hospital.

Así que nada, ya veis: cada día una aventura nueva. Si os soy sincero, a fuerza de llevar meses de tratamiento, y sobre todo después de estas últimas semanas, casi me he acostumbrado a este estado de permanente tensión, pero echo de menos un día de esos en los que no pase nada, de los que tenía durante el primer tratamiento, donde todo parecía un coser y cantar.

En fin, que ahora sólo siento el deseo de que al menos todo siga igual, que no empeore nada, que pueda tirar otro día más, que el jueves vaya a la revisión sin grandes novedades, que pasen las semanas, y que cuando quiera darme cuenta podamos estar hablando del trasplante. Porque ahí será cuando de verdad tocará apretar los dientes y todo esto me parecerán fuegos de artificio.

Esta mañana miraba un catálogo de no recuerdo qué supermercado. Siempre me detengo en la página dedicada a los helados, aunque ahora por la época en la que estamos apenas se anuncian y lo que cobra protagonismo son los anuncios de dulces y postres navideños. Recordé entonces los helados que solía tomarme de crío. Mis primeras imágenes evocan al parque de Sama, a una vieja furgoneta color vainilla con letras de colores en el lateral, aparcada siempre en el mismo lugar y a la que acudíamos para comprar desde una de sus ventanillas laterales, además golosinas de todo tipo, unos helados que venían en cucurucho de dos bolas. Si no me equivoco eran cinco pesetas lo que costaba. Recuerdo que cuando luego nos fuimos a vivir en Gijón, me costaba bastante encontrar aquellos cucuruchos tan particulares, y tenía que conformarme con el de una bola, aunque al final, era prácticamente la misma cantidad de helado. Solíamos comprar los helados como es lógico en el puesto instalado en la Escalera de San Lorenzo a la que íbamos, la número quince. Del propietario, que año tras año era el mismo, sí que guardo en mi memoria perfectamente la imagen. Era un señor alto, delgado, con bigote, con su mandil puesto como si él mismo preparara los helados y siempre con una sonrisa para nosotros. Tenía aquel señor una máquina que nos maravillaba: la que ofrecía helados más cremosos, casi líquidos, con sabor a fresa, vainilla o ambos mezclados. Nosotros los llamábamos los “helados de máquina”. Era en realidad un depósito metálico del que salían tres manivelas que según accionara, hacía que cayera el helado del sabor que tú eligieras. Lo bueno de aquellos helados es que mientras caía aquella crema helada se iba llenando el cucurucho desde la misma base hasta el final de la bola que el heladero formaba girando el cucurucho a medida que el helado iba ascendiendo por el mismo. Lo que más nos gustaba luego era comernos la pica del cucurucho y chupar por ésta todo el helado para quedarnos al final con una galleta vacía, pero todavía impregnada del sabor del helado, y que devorábamos como el mejor de los placeres. Con el paso de los años, el tamaño del cucurucho que nos compraban nuestros padres, íbamos consiguiendo que fuera cada vez mayor, y nuestro sueño era el de poder llegar algún día a comprarnos unos que el heladero tenía casi a modo de exposición, porque prácticamente nadie se atrevía a comprar aquel tamaño extra grande.

La verdad es que no éramos de helados prefabricados, pero sí que alguno de aquellos clásicos de nuestra niñez tuvieron su protagonismo en algunos momentos. De todos quizás el que más recuerdo es el Torpedo, aquel helado que venía en una tarrina transparente con forma más que de torpedo, de pirámide de base redonda pronunciada, y que escondía en su punta una bola de chicle a la que llegabas una vez dabas cuenta del resto del helado.

Pensando en aquellos días, en las veces que con mi primo saltábamos desde lo alto de esa Escalera 15 a la arena, como si fuéramos paracaidistas lanzándose desde un avión, me despido de vosotros por hoy. Os envío un afectuoso abrazo… “y mañana más”…

3 comentarios:

  1. Hola Fili: Los helados también los asocio a las vacaciones, al verano, a la playa. Mis preferidos son los helados de la Jijonenca, helados artesanos que comprábamos en el Perelló, en una pequeña heladería que constituye la esencia del pueblo, punto obligado de paso en el verano. Pero con el frío que hace, estamos para sopas y caldos. Y ayer el Mourinho recibió una cura de humildad... y es que no se puede ir al Nou Camp con los reservas, ja, ja, ja. Me dijeron que ayer Manolo Preciado fue asistido en urgencias de Cabueñes porque se le había salido la mándibula de tanta carcajada... no había forma de que parara,ja, ja. Fili, sigue luchando, que cada día estás más cerca de la normalidad. Seguro que sí. Pero el camino es largo y pesado, pero tú has demostrado coraje y fuerza, así que adelante. Y a ver si en breve pasas del arroz blanco a la paella, a la fabada y otros manjares. HONOR Y FUERZA

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  2. Mucho ánimo Fi, eres muy muy fuerte y lo estás demostrando. Un beso enorme.

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  3. Yo he descubierto en Málaga que los helados "se derriten"!!!! jijijiji, en Gijón normalmente se toman los helados en temperaturas que aquí son totalmente primaverales. En el sur es donde se disfrutan realmente los helados, igual que la cerveza.Curiosamente yo de los helados de la infancia recuerdo la heladería "los italianos" que había de camino a mi casa. Y por supuesto el clásico helado de turrón de Verdú. Eso es inigualable. Pero tengo tanto frío ahora mismo que no se ni cómo podemos estar pensando en helados... me tiemblan los dedos sobre el teclado al escribir. Qué frío Dios!!!
    Besotes.

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