jueves, 11 de noviembre de 2010

Día XXIII

Son las cuatro y media de la tarde cuando comienzo a escribir el Blog, en este jueves once de noviembre. El día ha estado marcado por las nubes, pero apenas ha llovido. Tal y como estaba previsto el frente se va alejando, pero que nadie se confíe por ello, porque seguramente todavía tengamos que echar mano del paraguas en los próximos días. Lo que sí se ha notado es que han vuelto a subir las temperaturas. Yo lo percibo sin tener que salir de casa porque no es necesario subir tanto el termostato de las estufas que tenemos distribuidas por las habitaciones para tener una temperatura agradable.

Esta noche he dormido bastante bien. Supongo que ha influido en gran media el que no tuviera fiebre. Si recordáis, ayer había tenido un pico de fiebre hacia las tres y media. Pues bien, sin duda gracias al corticoide que tomé con la comida, a media tarde la fiebre había remitido y aguantó así hasta entrada la mañana, cuando aun así, no superé los 37,5. Pero como había tomado de nuevo el corticoide con el desayuno -esta vez además la dosis indicada de dos pastillas y no una como había tomado ayer-, a las doce y media ya no tenía ni una décima y de nuevo me encuentro a las mil maravillas. De hecho ahora mismo no tengo ni 36,5. Lo mejor de esto es que de este modo puedo descansar un poco del paracetamol, ya que si bien los efectos secundarios de los corticoides son bastantes, no es por ejemplo menos nocivo para el hígado el uso continuado del paracetamol, sobre todo si sabemos que la dosis normal para que este medicamento funcione –un comprimido cada seis u ocho horas- marca el límite máximo del que si nos excediéramos, estaríamos incurriendo en una sobredosis, si como en mi caso los comprimidos son de 1 gramo. De todas formas espero también que el empleo de corticoides sea por el menor tiempo posible.

No menos importante para pasar una noche tranquila era saber que hoy no teníamos que subir al hospital. Eso siempre te relaja ya que podrás estar un poquito más en la cama, tomarte un buen desayuno y sobre todo, no tener que sufrir más pinchazos ni estar en una habitación de hospital metido durante horas.

Así que ha sido una mañana también muy relajada, en la que aproveché para caminar durante quince minutos por un pequeño circuito que me he marcado por casa. He calculado que cada vuelta al mismo podrán ser unos treinta o treinta y cinco metros aproximadamente. Fueron un total de veinticinco las veces que lo repetí, así que estaríamos hablando de unos novecientos metros recorridos aproximadamente. Mi intención es volver a repetirlo esta tarde, y si las fuerzas me lo permiten ir incrementando el ritmo y la duración de las sesiones. Con ello pretendo aprovechar lo que queda de semana y la que viene para recobrar todas las fuerzas posibles, puesto que es probable que después de ese tiempo me someta al segundo ciclo, y por ello quiero estar en la mejor condición física posible. Por lo que respecta a la comida ya sabéis que no va a ver problemas.

Comentaros que ayer mi mujer me trajo un bonito libro que me ha querido hacer llegar una amiga común. Se trata de una recopilación con las mejores fotografías del pasado torneo de tenis de Roland Garros, que tan buen sabor de boca me dejó con la victoria en féminas de la italiana Francesca Schiavone, quien por cierto sirve de inspiración para la portada del libro, ya que es ella quien aparece en la misma, besando la tierra parisina tras lograr su inesperada victoria. Todo un ejemplo de lo que la constancia, fe y una actitud siempre positiva puede llevarte a conseguir.

Hoy pensaba sobre qué os podía contar en la sección recuerdos felices y me acordé entonces de las eternas tardes de verano en la playa de San Lorenzo. Creo que por lo menos hasta los trece años fui siempre acompañado de mis padres. En realidad era mi madre quien nos llevaba y luego se unía mi padre cuando volvía de trabajar. Siempre nos situábamos en la Escalera 15, más que nada porque era la que más próxima nos quedaba, ya que bajábamos a la playa desde General Suárez por la Avenida de Castilla. Pasábamos allí igual desde las cuatro de la tarde o incluso antes, hasta que oscurecía, cuando apenas quedábamos nosotros y las gaviotas.

Buscábamos a menudo colocarnos pegados a una de las filas de compuestas por las clásica casetas de San Lorenzo, y muchas veces utilizábamos alguna de ellas a última hora para cambiarnos, cuando ya habían quedado desocupadas. Mis primos y tíos solían venir también, así que nos juntábamos unos cuantos. No éramos de hamacas, sino de toallas de toda la vida, aunque también según quedaba alguna de las de alquiler vacía, para nosotros era como un trofeo el poder conseguir una. Con las hamacas y jugando con mi hermano y con mis primos tengo un recuerdo no tan dulce que prefiero no contaros para no herir la sensibilidad de nadie. Tan sólo deciros que acabé en el hospitalillo que había montado donde los balnearios –creo recordar que se llamaban así- en el subterráneo que se encuentra a la altura de la escalera once o doce. Nada serio, pero tengo fotos celebrando mis cinco años con tiritas en un par de dedos.

Tampoco fue la única vez en la que tuve un pequeño accidente en la playa. Años antes, cuando nos íbamos hasta la zona de las rocas más allá del Tostadero, por no hacer caso de mi madre que quería ponerme unas sandalias, abrí la cabeza al resbalarme por querer ir a ver unos pececillos que otros críos tenían en una especie de pequeña barca hinchable que tenían a modo de piscina. Unos cuantos puntos y una pequeña marca en la frente que todavía conservo fue el resultado de aquel acto de rebeldía.

Pero en general son todo muy buenos recuerdos. Para no perdernos en nuestros innumerables paseos, mi primo Roberto y yo nos fijábamos siempre en la bandera que había situada en línea con nosotros, de modo que no nos confundiéramos al volver a las toallas. Lo de las banderas es una pena que se haya perdido porque creo que era muy representativo del paseo del Muro.

Cuando la marea subía, nos entreteníamos haciendo una embarcación de arena y colocando todas las barreras posibles para evitar que se anegara antes que las que otros niños hacían cerca de nosotros, cosa que casi siempre conseguíamos. Éramos como mínimo cuatro a trabajar, y eso se notaba.

La arena servía también para que hiciéramos alguna travesura que otra. Ahí las mentes maquiavélicas eran las de mi hermano y la del hermano de Roberto, que por algo eran los mayores. Estuvimos una temporada así haciendo auténticas trampas en las que luego caía más de un incauto. Simplemente hacíamos un agujero en la arena en el que podías meter una pierna –a veces eran las dos- hasta la altura de la rodilla, y luego lo tapábamos con periódicos por encima de los que colocábamos con sumo cuidado una fina capa de arena seca para disimularlo. Nuestra víctima más sonada sin duda fue una vez en la que nada menos que el hamaquero de turno, cargado con hamacas bajo ambos brazos cayó en una de ellas. La escena fue bastante dantesca y graciosa. Para nosotros que éramos unos niños; a él seguro que no le hizo ni pizca de gracia.

Otras veces hacíamos grandes agujeros en la arena, simplemente con el propósito de llegar lo más profundo posible. Eran verdaderas pozas en las que nos podíamos meter de pie completamente y para salir muchas veces teníamos que servirnos de la ayuda de los que se quedaban afuera. En ese sentido éramos un poco bestias, siempre intentando hacer el más difícil todavía. Pero bueno, tampoco había excesivo peligro en aquello, no como cuando una vez nos dio por hacer túneles por los que mi hermano y mi primo el mayor pasaban. Aquello se acabó el día en que uno de esos túneles se vino abajo cuando mi primo trataba de pasar bajo él, quedando atrapado la mitad de su cuerpo, de cintura para abajo. Afortunadamente los hacíamos en forma de curva, precisamente para evitar que se hundiera todo de una vez y que en caso de derrumbarse, lo hiciera por tramos. Tuvieron que venir mis tíos a tirar de él por los brazos y sacarle por el lado que no se había hundido. Fue un susto de aúpa que nos valió una merecida reprimenda y por supuesto la prohibición de volver a repetir aquella salvajada.

Bueno, que creo hoy se me está yendo la mano al escribiros. Será que me encuentro genial sin fiebre. De todos modos os dejo por hoy y otro día os cuento más cosas. Un fuerte abrazo a todos… “y mañana más”.

3 comentarios:

  1. Hola Fili: La playa es el mejor lugar de veraneo. Qué diferente es a la del Mediterráneo, donde pasaba horas y horas en la orilla, dentro del agua (calentita), o haciendo hoyos, montañas, y sobre todo, volcanes: el fuego siempre atrae tanto con el mar. Yo sólo he podido disfrutar de la Playa de San Lorenzo desde hace pocos años, pero es una playa muy especial y característica. La noche de la despedida de soltera de Moo, yo quedé maravillado paseando por la Playa de San Lorenzo con el ocaso, hasta la noche. Fue genial. Luego me fui a cenar unas parrochas con sidra... Qué bonito es Gijón. Nos quedan muchos baños por las playas de Asturias, y alguna por Valencia. HONOR Y FUERZA.

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  2. Esa Playa San Lorenzo se lleva la mejor parte de nuestras vidas... ¡la infancia y la adolescencia! Adoro esa playa, las casetas, el paseo, San Pedro, el Piles... adoro su arena, la adoro en invierno, o en verano. Me gusta esa playa dentro de la ciudad. Y bañarme en esa playa es una delicia. Pasear... es fantástica. Una playa del norte que nada tiene que ver con las que ahora disfruto tantos meses al año, que también me gustan, pero ainssss mi playina...

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  3. Bueno al final ya estás saliendo de la semana que te habían anunciado como muy dura ¿no?...así que ahora cada dia será un poco mejor que el anterior,
    un besito muy fuerte Fi, de tus historias sale un libro seguro...Le voy a preguntar a Mack, pero creo que es relativamente "fácil" que te lo pueda publicar Amazon, en formato para leer en ebook y ...a forrarse! :)
    Un beso muy muy fuerte.

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